Cuando somos chicos todo nos parece inmenso, tenemos ante nosotros un mundo por explorar. Vamos siendo dependientes mientras vamos reclamando autonomía en cada acción. Con cada aprendizaje demandamos libertad; a eso le llaman crecer. Esa es una época maravillosa, nos asombramos a cada minuto, y vamos teniendo más independencia a medida que vamos aprendiendo a hacer las cosas solos, todo un mundo por asimilar ante nosotros.
Sin embargo, ante una enfermedad degenerativa, cuya progresión merma nuestra autonomía, vamos sintiéndonos como Bejamín Button, pero de otra manera porque ya no somos niños.
Las limitaciones van surgiendo con cada amanecer, las renuncias son persistentes, nuestras energías se apagan varias veces a lo largo del día. Llevar a cabo cualquier actividad es un mundo, e implica un desgaste bestial.
De alguna manera contra nuestro deseo, volvemos a ser chicos. Usamos pañales o braga pañal, dependemos de otros que nos asistan para las acciones más básicas como ayudarnos a entrar a la ducha, o bañarnos, cambiarnos, cocinar, limpiar la casa, salir, hablar por teléfono, concertar citas -muchas de ellas no son online- o que nos hagan de traductores momentáneos si tenemos problemas para hablar al no entendernos. Ocurre lo mismo como cuando empezábamos a pronunciar las primeras palabras, igual, pero con muchos años encima.
Comer también es otro capítulo, volver a las papillas, a los purés, o cómo llamamos a veces para no sentir el dolor de lo que implica “las cremas” de verduras con agregados de carne, son un menú diario. A los potitos -comida para bebés envasada- nos negamos rotundamente. Masticar y tragar quedó lejos y hace tiempo.
Tener la mentalidad de un adulto, rondar los 50 años, y sentir anulada tu independencia, daña en lo más profundo de nuestro ser.
Dejamos de tener intimidad según la dependencia que tengamos, nuestra conversaciones dejan de ser privadas, nuestro cuerpo queda a merced del otro, nuestra intimidad dejo de ser eso, algo íntimo. Atormenta, y es arduo. Una realidad que se nos atraganta, y cuesta mucho digerir.
Sin embargo, ante una enfermedad degenerativa, cuya progresión merma nuestra autonomía, vamos sintiéndonos como Bejamín Button, pero de otra manera porque ya no somos niños.
Las limitaciones van surgiendo con cada amanecer, las renuncias son persistentes, nuestras energías se apagan varias veces a lo largo del día. Llevar a cabo cualquier actividad es un mundo, e implica un desgaste bestial.
De alguna manera contra nuestro deseo, volvemos a ser chicos. Usamos pañales o braga pañal, dependemos de otros que nos asistan para las acciones más básicas como ayudarnos a entrar a la ducha, o bañarnos, cambiarnos, cocinar, limpiar la casa, salir, hablar por teléfono, concertar citas -muchas de ellas no son online- o que nos hagan de traductores momentáneos si tenemos problemas para hablar al no entendernos. Ocurre lo mismo como cuando empezábamos a pronunciar las primeras palabras, igual, pero con muchos años encima.
Comer también es otro capítulo, volver a las papillas, a los purés, o cómo llamamos a veces para no sentir el dolor de lo que implica “las cremas” de verduras con agregados de carne, son un menú diario. A los potitos -comida para bebés envasada- nos negamos rotundamente. Masticar y tragar quedó lejos y hace tiempo.
Tener la mentalidad de un adulto, rondar los 50 años, y sentir anulada tu independencia, daña en lo más profundo de nuestro ser.
Dejamos de tener intimidad según la dependencia que tengamos, nuestra conversaciones dejan de ser privadas, nuestro cuerpo queda a merced del otro, nuestra intimidad dejo de ser eso, algo íntimo. Atormenta, y es arduo. Una realidad que se nos atraganta, y cuesta mucho digerir.
Por eso a veces me encuentro diciendo: así no quiero ser grande.
Comentarios
Publicar un comentario